La felicidad que me dieron los pies sucios

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Recuerdo perfectamente aquel día de diciembre.

En realidad, era un día normal, nada diferente al resto (al menos en lo aparente). Pero ya sabes…, casi siempre lo que pasa dentro de nosotras es lo que marca la diferencia.

Cada día, por la mañana, caminaba desde la casa en la que vivíamos en el centro de Lamu hasta las instalaciones de la ONG en la que fui voluntaria durante casi un año en Kenia.

Por la tarde, después de la jornada, andaba el mismo camino de vuelta a casa. Casi siempre acompañada de Lidia, mi otra mitad aquí, y de los voluntarios que llegaban a la isla a vivir unas vacaciones solidarias.

Aquel día de diciembre, no recuerdo por qué, volvía a casa sola y algo más temprano de lo habitual.

Hacía un calor tremendo (aquí el mes de diciembre es uno de los meses más calurosos del año) y en mi piel convivía una mezcla de sudor, arena, polvo y mocos de niño. Una combinación explosiva que hacía que mi mayor deseo fuera llegar a casa y darme una ducha fría que me dejara como nueva. Menos mal, porque aquí las duchas de agua caliente son ciencia ficción ?

Estaba cansada, ni más ni menos que cualquier otro día, pero también muy satisfecha por el trabajo que estábamos haciendo y por cómo habían ido las cosas durante los últimos meses.

Iba enfrascada en mis pensamientos, haciendo balance del tiempo que llevaba aquí…, y pensando en lo poco que me quedaba para cerrar esa etapa y volver a España.

En menos de dos meses volvería a mi vida anterior, y me daba un vértigo terrible. Pero, sobre todo, me causaba una tristeza infinita que mi etapa en Lamu terminara. Sentía una mezcla de sentimientos que no me gustaba nada: enfado, tristeza, nostalgia anticipada, dolor, miedo, incertidumbre, rabia, inseguridad…

Quería seguir amaneciendo en el silencio sólo roto por las mezquitas llamando al rezo o por los burros rebuznando; quería seguir trabajando mano a mano con esas mujeres maravillosas y valientes que me enseñaban tanto cada día; quería seguir caminando por el pueblo escuchando “Jambo” y “Hakuna Matata” en cada esquina; quería seguir agachándome hasta el suelo para levantarme con 3 ó 4 peques colgados del cuello.

Quería seguir con tantas cosas… No quería perderme nada de todo aquello.

Y ahí iba yo, de vuelta a casa, andando entre palmeras y avanzando por la arena, absorta en esa mezcla de enfado y tristeza, cuando ocurrió…

Me miré los pies, tan sucios como cada día.

Y sonreí.

Y lloré.

Y agradecí.

Me había acostumbrado a no tener nunca los pies limpios de verdad, y la verdad es que no me importaba lo más mínimo.

En aquel momento, mis pies negros, sucios y llenos de heridas y picaduras se convirtieron en una metáfora de la que había sido mi vida durante los últimos meses.

Una vida sin lujos ni comodidades.

Una vida sin agua caliente y sin un inodoro resplandecientemente blanco.

Una vida sin televisión ni sofá.

Una vida sin cine, ni teatro, ni conciertos, ni exposiciones.

Una vida sin coche ni metro. Sólo mis pies. Esos pies sucios que, de repente, representaban tanto.

Y es que, al mirarlos, fui consciente de cuánto me había regalado esa vida vacía de comodidades y llena de tantas otras cosas que no se podían tocar:

Una vida con sonrisas a la vuelta de cada esquina.

Una vida que era un máster en la escuela de la vida.

Una vida libre de preocupaciones gratuitas donde sólo lo importante tiene un peso real.

Una vida con menos necesidades.

Una vida que me conectaba con mi mejor versión y con mi “yo” más auténtico.

Una vida que me acercaba a lo que para mí es la felicidad.

Porque si tuviera que ponerle palabras a qué significa para mí ser feliz, la respuesta se parecería bastante a aquella vida que viví en 2015 y a la que ahora, de otro modo, vuelvo a vivir en Lamu.

No tenía nada, pero sentía que lo tenía todo. No necesitaba, ni necesito, nada más.

Un día alguien me preguntó qué tenía esto que me tenía así de “enganchada”. Después de pensarlo, llegué a una conclusión:

En el mal llamado primer mundo, tenemos una vida llena de estímulos y que va demasiado deprisa. Pasan mil cosas a nuestro alrededor, pero dentro de nosotros apenas sucede nada.

En cambio, en la vida que descubrí en Kenia apenas pasaban cosas a mi alrededor, pero yo jamás me he sentido más viva que subida a esa montaña rusa de emociones, experiencias y aprendizajes diarios.

No es idílico, pero a mí me compensa.

Y es que no se trata únicamente de un lugar, sino de una forma de entender la vida. Y eso es algo que esta isla africana me ha regalado y que me llevaré conmigo siempre, vaya adónde vaya.

Hoy sigo sintiéndome tan viva como cuando me miré los pies sucios aquel día de diciembre.

Hoy sigo profundamente feliz, emocionada y agradecida.

Hoy vivo la vida que quiero vivir mientras ayudo a otras personas a cumplir su sueño.

Hoy… sigo andando por la arena, con los pies sucios y con el corazón vivo y lleno de felicidad.

Hoy he sentido la necesidad de compartir esto contigo. Es un post muy personal e íntimo que espero que hayas disfrutado. Ojalá te inspire a hacer un viaje de voluntariado y a volver a casa con los pies muy, muy, muy sucios 🙂

¡AHORA TE TOCA A TI!

¿Qué piensas sobre lo que te he contado?

¿Has tenido alguna vez la sensación de volver a los orígenes, de no necesitar tantos lujos y comodidades para sentirte bien?

Cuéntamelo un poco más abajo, en los comentarios. ¡Tengo muchas ganas de leerte!

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8 comentarios en «La felicidad que me dieron los pies sucios»

  1. Me encanta Marta!

    Así me sentí yo en Tanzania cuando estuve de voluntariado 🙂 Es exactamente eso: conectar con una misma y sentirse viva. Y qué difícil es a veces explicarle eso a la gente!

    Responder
    • ¡Gracias Leire! Me alegro muchísimo de que te haya gustado 🙂

      Tienes toda la razón, no siempre es fácil compartir estas emociones y sentimientos con personas que nunca han vivido algo así.
      A la vez, es maravillosa la conexión que se crea con personas que no conocemos pero que sí lo han experimentado. Es como magia…

      Un abrazo grande guapa!

      Responder
  2. Cómo le has sabido poner palabras a los que yo misma he sentido estando en Africa!!!
    Me ha encantado el post, sos una gran inspiradora Marta.
    Asante sana!!!

    Responder
    • ¡Hola bonita! Qué alegría leerte por aquí 😀

      Gracias por tus palabras, Patricia. Sé, y tú también lo sabes, que es sólo cuestión de tiempo que vuelvas a poner tus pies en África. Y será un placer poder acompañarte.

      Un abrazo!

      Responder
  3. Qué te voy a decir yo de los pies sucios, amiga!
    Es increíble la felicidad que puedes sentir cuando «faltan» muchas cosas de este «primer» mundo, pero se tiene tanto de todo lo demás, de lo importante.
    Hace una semana que mis pies vuelven a lucir limpios, y hace una semana que me vuelvo a sentir desubicada… Pero, el lado positivo es que me queda una semana menos para volver a tenerlos sucios de nuevo!

    Responder
    • ¿Qué te voy a contar a ti? 😉 Sabes perfectamente de lo que hablo…

      Nos ensuciamos los pies juntas por primera vez, y ha sido genial volver a compartir esas sensaciones tan contradictorias y a la vez maravillosas. Una vez vivido, y aunque tus pies luzcan relucientes, ya han una capa de suciedad pegada a ti para siempre.
      A seguir restando días, que cada vez te queda menos para volver!

      Gracias por pasarte a comentar, amiga! 😉

      Responder
  4. Gracias, Marta, por compartir tus intimidades.

    Llevo mucho tiempo queriendo vivir eso que tú narras tan tranquilamente. Y no pierdo la esperanza de poderlo hacer en cuanto se presenta la ocasión.

    Te felicito y te envidio por tener los pies tan sucios y el alma tan limpia.

    Un beso.

    Eusebio

    Responder
    • Hola Eusebio, mil gracias por tus palabras (es una de la cosas más bonitas que me han dicho desde que empecé en esta andadura).

      Estoy segura de que algún día podrás vivirlo de la forma en la que quieres hacerlo, no me cabe la menor duda.

      Un abrazo grande, y gracias de nuevo 🙂

      Responder

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